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Educación, la otra lotería del Estado

Mucho gasto, poco aprendizaje: la paradoja educativa catalana

A las puertas de un nuevo curso escolar, resuenan todavía las cifras y discursos con los que la administración educativa catalana intentó cerrar el pasado ejercicio. Unas cifras que, lejos de reflejar un progreso real, maquillan un panorama que los docentes conocen bien: menos exigencia, más titulaciones, pero un aprendizaje cada vez más superficial. Como en una lotería mal planteada, el azar parece pesar más que el esfuerzo y el mérito.

El Informe PISA 2022 situó a Catalunya por debajo de la media española y muy lejos de países como Estonia o Finlandia, y también por debajo de comunidades como Castilla y León o Madrid, que con presupuestos más ajustados logran mejores resultados. Este contraste plantea una pregunta incómoda:

¿Por qué un Estado invierte más para obtener menos?

El sistema educativo invierte en recursos que no se materializan en aprendizaje real. Esta idea la describe perfectamente el idioma inglés con el término dumbing down, expresión usada para describir la simplificación intencionada de contenidos y exigencias académicas en detrimento de la excelencia. La Administración lo justifica como una «adaptación» a las necesidades del mercado laboral, donde el turismo y los servicios relacionados representan cerca del 25 % del PIB catalán (Idescat, 2023). En otras palabras, se forman trabajadores para cubrir empleos de baja remuneración y alta dependencia, no ciudadanos libres y exigentes con sus derechos.

Este mecanismo guarda un paralelismo con los llamados «impuestos del pecado» (OCDE, 2022): el Estado recauda millones gracias a hábitos nocivos como el tabaco, el alcohol o el juego, para luego destinar parte de ese dinero a paliar sus consecuencias. En educación, la lógica es igual de perversa: se invierte un presupuesto creciente que termina sosteniendo un modelo que reduce la calidad, mientras se presume de tasas récord de titulación y de inclusión.

Un ciudadano con pensamiento crítico cuestiona el poder; uno sin él, lo obedece

El problema no es solo económico, sino cultural y ético. Si el Estado sabe que un sistema educativo sólido es una herramienta de emancipación ciudadana, ¿por qué lo debilita? Una posible respuesta es el control social: un ciudadano con pensamiento crítico cuestiona el poder; uno sin él, lo obedece.

La educación no puede convertirse en un sorteo donde unos pocos, por azar o contexto familiar, accedan a un aprendizaje real mientras la mayoría recibe un título vacío. Como recordaba Nelson Mandela: «La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo». El Estado invierte mucho para que deje de ser esa arma poderosa, lo que lleva a pensar que el Estado se esfuerza en perpetuarse a sí mismo (así ha sido desde su aparición en la Edad Media), por lo que no deberíamos delegar en él la formación de los futuros ciudadanos. Y ahí va mi deseo utópico en cada nuevo comienzo de año escolar: tenemos que construir un sistema educativo libre del Estado, un verdadero «cuarto poder».

La idea del cuarto poder educativo

Tal como advirtió Foucault, «el poder no se posee, se ejerce», y el sistema educativo es uno de sus engranajes más eficaces: distribuye el conocimiento de forma que se preserve el orden social existente. Mientras el Estado controle el diseño curricular, la acreditación y la financiación, no habrá una educación orientada a la emancipación, sino a la reproducción de ciudadanos funcionales para el sistema.

En el próximo curso 2025-2026, seguiremos pagando por un sistema educativo diseñado expresamente para el fracaso humano.

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